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Órganos públicos autónomos y democracia

Órganos públicos autónomos y democracia

La marcada tendencia que se advierte en últimas fechas a debatir acerca de la existencia y funcionamiento de los órganos públicos autónomos a nivel federal en nuestro país, da ocasión

  • Publishedjunio 25, 2020

Anuar Sánchez Girón
Maestro en Derecho y especialista en temas de Derecho Público y Social
@Anuar_Giron
[email protected]

La marcada tendencia que se advierte en últimas fechas a debatir acerca de la existencia y funcionamiento de los órganos públicos autónomos a nivel federal en nuestro país, da ocasión a efectuar algunos comentarios al respecto.

Los órganos públicos autónomos se encuentran previstos en la Constitución General, y cumplen funciones relevantes para el Estado; respecto al resto de los poderes tradicionales (Ejecutivo, Legislativo y Judicial), mantienen relaciones de coordinación, por lo que no dependen de ellos. Además, las actividades que desempeñan forman parte de aquellas que se consideraron tradicionalmente inherentes a la esfera del Poder Ejecutivo, sin embargo, las llevan a cabo de manera más técnica y sin perfil político.

Otra de sus características es que los titulares son designados (por regla general) con la participación del Ejecutivo y alguna de las cámaras del Legislativo; además, sus mandatos no coinciden con los ciclos electorales, para brindarles mayor independencia. En este sentido, sus integrantes no pueden ser removidos por otras autoridades de manera arbitraria.

Aunado a lo anterior, uno de sus rasgos fundamentales es que gozan de autonomía. Este es un punto de suma relevancia: ¿a qué nos referimos cuando afirmamos que tales órganos cuentan con tal atribución? Por esta debemos entender aquella facultad que tienen las instituciones para organizar libremente su vida interior, conforme a determinados valores jurídico predeterminados. Más específicamente, la autonomía de funcionamiento se traduce en la atribución para llevar a cabo todas la acciones y tareas derivadas de sus funciones, sin ningún tipo de impedimento o limitación.

De tal modo que, para poder hablar de verdadera autonomía, dichos órganos deben conducir su actuar con estricto apego a derecho, evitándose la injerencia de intereses de partidos o situaciones coyunturales.

En la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, y dentro del proceso que se puede denominar reforma del Estado (finales del siglo XX e inicios del XXI), encontramos la creación de una “primera generación” de órganos públicos autónomos: el Banco de México, el Instituto Federal Electoral (hoy Instituto Nacional Electoral) y la Comisión Nacional de los Derechos Humanos. A los mencionados habría que agregar otro que ya gozaba de aquel estatus: la Universidad Nacional Autónoma de México.

Cabe destacar que los órganos constitucionales autónomos son parte del Estado Mexicano, pero no del gobierno. Integran un régimen de cooperación y control recíproco que pretende evitar el abuso del poder.

Por otra parte, conforme a los precedentes jurisprudenciales establecidos por la Suprema Corte de Justicia de la Nación, tales órganos gozan de garantías institucionales, lo cual implica una protección constitucional a su autonomía, como medida de protección de sus rasgos orgánicos y funcionales elementales; en este sentido, a los poderes públicos les está vedada cualquier clase de intromisión que afecte de manera preponderante las atribuciones del órgano; hacerlo se traduciría en una vulneración al principio de división de poderes establecido en el artículo 49 de nuestra Ley Suprema, que debe estimarse como una distribución de funciones y competencias que optimiza la realización de las actividades que son inherentes al Estado, lo que coloca a dicha clase de órganos a la par de los tradicionales.

La existencia de los órganos públicos autónomos se encuentra justificada en la medida en que resulta conveniente asignarles algunas tareas de primer orden para el Estado, en aras de lograr mayor transparencia, especialización y control, libres de cualquier influencia de naturaleza política. Así, para el sano equilibrio del poder y la consolidación de un régimen democrático, los esfuerzos deben encauzarse en su fortalecimiento, no en su extinción o anulación.